sábado, 30 de junio de 2012

Georges Bataille, "Ser Orestes"

 
El tapete verde es esta noche estrellada en la que caigo,
arrojado como el dado en un campo de posibles efímeros.
No tengo una razón para “considerarla mala”.
Siendo una caída ciega en la noche, supero mi voluntad a mi pesar
(que no es en mí más que algo dado); y mi miedo es el grito
de una libertad infinita.
Si no superase de un salto la naturaleza “estática y dada”,
estaría definido por las leyes. Pero la naturaleza juega
conmi­go, me arroja. LEJOS de sí misma, más allá de las leyes,
de los límites que la hacen amada de los humildes.

Soy el resultado de un juego, lo cual, si yo no existiera, no sería,
lo cual podía no ser.

Soy, en medio de una inmensidad, un más que desborda
esta inmensidad. Mi dicha y mi ser mismo dimanan de ese
carácter desbordante.
Mi estupidez ha bendecido la naturaleza caritativa, arrodi­llada ante Dios.
Lo que soy (mi risa y mi dicha ebrias), no es por eso menos aventurado,
confiado al azar, arrojado fuera en la noche, expulsado como un perro.

El viento de la verdad ha respondido como una bofetada a la mejilla
ofrecida de la piedad.El corazón es humano en tanto en cuanto se rebela (eso quise decir:
ser un hombre es “no inclinarse ante la ley”).
Un poeta no justifica –no acepta- por completo la naturaleza.
La verdadera poesía se halla fuera de las leyes. Pero la poesía, por último,
acepta la poesía.

¡Cuándo aceptar la poesía la convierte en su término contrario (se vuelve
mediadora de una aceptación)! Contengo el salto con el que superaría el universo,
justifico el mundo que nos es dado, me conformo con él.

¡Insertarme en lo que me rodea, explicarme o no ver en mi insondable noche,
sino una fábula para niños (tener una imagen o física o mitológica de mí mismo)! ¡No!...

Renunciaría al juego.

Me niego, me rebelo, pero porqué perderme. Si delirase sería simplemente natural.

El delirio poético ocupa un lugar en la naturaleza. La justifica, acepta embellecerla.
El rechazo pertenece a la conciencia clara, que valora cuanto le acontece.
La clara distinción de los diversos posibles, el don de llegar hasta el último confín,
son resultado de la atención serena. El juego sin retorno de mí mismo, el ir más allá
de todo lo dado exige no sólo esa risa infinita, sino también esta meditación lenta
(insensata, pero por exceso).

Es la penumbra y el equívoco. La poesía aleja al mismo tiempo de la noche y del día.
No puede ni cuestionar ni accionar este mundo que me traba.

Esa amenaza suya se mantiene: la naturaleza puede aniqui­larme —reducirme a lo que ella es, anular el juego al que yo juego por encima de ella— que exige mi locura, mi alegría, mi vigilia infinitas.

Relajarse retira del juego y el exceso de atención, lo mismo. El arrebato jubiloso, el salto desatinado y la calma lucidez se le exigen al jugador, hasta el día en que le abandona la suerte o la vida.

Me acerco a la poesía; pero para ofenderla.




En el juego que supera la naturaleza, es indiferente que yo la supere o que ella
se supere en mí (ella es quizá toda entera exceso de sí misma), pero, con el tiempo, el exceso se inserta al fin en el orden de las cosas (moriré en ese momento).

He necesitado, para aprehender algo posible en medio de una evidente imposibilidad, figurarme primero la situación inversa.

Suponiendo que yo quiera limitarme al orden legal, tengo pocas posibilidades
de lograrlo por entero: pecaré de inconse­cuente, de rigor desafortunado...

En el rigor extremado, la exigencia de orden detenta un poder tan grande que no puede volverse contra sí misma. En la experiencia que de ello tienen los devotos (los místicos),
la persona de Dios está situada en la cúspide de un sinsentido inmoral: el amor del devoto realiza en Dios —con el que se identifica— un exceso que, si lo asumiera personalmente,
lo hincaría de rodillas, asqueado.

La reducción al orden fracasa, de cualquier modo: la devoción formal (sin exceso) conduce
a la inconsecuencia. Por tanto, la tentativa inversa tiene probabilidades. Le es preciso seguir caminos tortuosos (risas, náuseas incesantes). En el plano en el que se representan esas cosas, cada elemento se convierte en su contrario incesantemente. Dios se carga de pronto de “horrible grandeza”. O la poesía deriva hacia el embellecimiento. A cada esfuerzo que hago por aprehenderlo, el objeto de mi anhelo se convierte en el contrario.

El fulgor de la poesía se manifiesta fuera de los momentos que alcanza en un desorden de muerte.

(Un común acuerdo sitúa aparte a los dos autores que sumaron al de la poesía el fulgor de un fracaso. El equívoco está ligado a sus nombres, pero uno y otro agotaron el sentido de la poesía que acaba en su contrario, en un sentimiento de odio a la poesía. La poesía que no se eleva al sinsentido de la poesía no es más que el vacío de la poesía, que la poesía bella.)





¿Para quién son esas serpientes?

Lo desconocido y la muerte... sin el mutismo de res, el único suficientemente sólido en tales caminos. En lo desconocido, ciego, sucumbo (renuncio a la eliminación razonada de los posibles).

La poesía no es un conocimiento de sí, y menos aún la experiencia de un lejano posible (de lo que anteriormente no existía) sino la simple evocación con palabras de posibilidades inaccesibles.

La evocación tiene sobre la experiencia la ventaja de una riqueza y de una facilidad infinita pero aparta de la experiencia (esencialmente paralizada).

Sin la exuberancia de la evocación, la experiencia sería razonable. Comienza a partir de mi locura, si la impotencia de la evocación me asquea.

La poesía abre la noche al exceso del deseo. La noche que han dejado los estragos de la poesía es en mí la medida de un rechazo —de mi loca voluntad de desbordar el mundo—. También la poesía desbordaba ese mundo, pero no podía cambiarme.
Mi libertad ficticia aseguró ante todo que no destruía la ley de lo dado por la naturaleza. Si me hubiera conformado, me habría sometido con el tiempo a la dimensión de lo dado.

Continuaba cuestionando los límites del mundo, al ver la miseria de quien con ellos se conforma, y no pude soportar por mucho tiempo lo fácil de la ficción: yo le exigía la realidad, me volví loco. 

Si mentía, me quedaba en el plano de la poesía, de una superación verbal del mundo. Si perseveraba en una denigración ciega del mundo, mi denigración era falsa (como la superación). En cierto modo, mi conformidad con el mundo se profundizaba. Pero al no
poder mentir a sabiendas, me volví loco (capaz de ignorar la verdad). O al no saber ya, para mi solo, representar la comedia de un delirio, me volví loco pero interiormente: viví la experiencia de la noche.

La poesía dio simplemente un giro: escapé por ella del mundo del discurso, que para mi se había convertido en el mundo natural, entré con ella en una especie de tumba donde la infinitud de lo posible nacía de la muerte del mundo lógico. 

Al morir la lógica, daba a luz locas riquezas. Pero lo posible evocado no es sino irreal, la muerte del mundo lógico es irreal, todo es turbio y huidizo en esta oscuridad relativa. Puedo burlarme de mí mismo y de los demás: ¡todo lo real carece de valor, todo valor es irreal! De allí esa facilidad y esa fatalidad de deslizamientos en los que ignoro si miento o estoy loco. La necesidad de la noche procede de esa situación desafortunada. 

La noche no podía sino desviarse de todo ello. 

El cuestionarlo todo nacía de la exasperación de un deseo, ¡que no podía abocar al vacío! 

El objeto de mi deseo era, en primer lugar, la ilusión y no pudo ser más que en segundo lugar el vacío de la desilusión. 

El cuestionamiento sin deseo es formal, indiferente. No es de ello de lo que podría decirse: “Es idéntico al hombre”. 

La poesía revela un poder de lo desconocido. Pero lo desconocido no es más que un vacío insignificante, si no es el objeto de un deseo. La poesía es término medio, oculta lo conocido en lo desconocido: es lo desconocido ornado de los colores cegadores y de la apariencia de un sol.

Deslumbrado por mil figuras en las que se componen el tedio, la impaciencia y el amor. Ahora mi deseo sólo tiene un objeto: lo que hay más allá de esas mil figuras y la noche. 

Pero en la noche miente el deseo, y de esa forma, deja de parecer su objeto. Esa existencia que yo he llevado “en la noche” se asemeja a la del amante cuando muere el ser amado, a la de Orestes al enterarse del suicidio de Hermione. No puede reconocer en la naturaleza de la noche “lo que ella esperaban”.

Arthur Rimbaud, "El esposo infernal"


 
 
Oigamos la confesión de un compañero de infierno.

«Oh divino Esposo, Dueño mío, no rechaces la confesión de la más triste de tus siervas. Estoy perdida. Estoy borracha. Estoy impura. ¡Qué vida!

»Perdón, divino Señor, ¡perdón! ¡Ah! ¡Perdón! ¡Qué de lágrimas! ¡Y qué de lágrimas aún, más adelante, espero!

»Más adelante ¡conoceré al divino Esposo! Nací sometida a Él. — ¡Ya puede pegarme el otro ahora! ¡Oh amigas mías!… no, no amigas mías… Nunca delirios ni torturas semejantes… ¡Qué tontería!

»¡Ah! ¡Estoy sufriendo, grito! Estoy sufriendo de verdad. Todo, no obstante, me está permitido, cargada con el desprecio de los más despreciables corazones.

»En fin, hagamos esta confidencia, aun a riesgo de tener que repetirla otras veinte veces, — ¡igual de tétrica, igual de insignificante!

»Soy esclava del Esposo infernal, del que perdió a las vírgenes necias. Es ése, y no otro demonio. No es ningún espectro, no es ningún fantasma. Pero a mí, que he perdido la prudencia, que estoy condenada y muerta para el mundo — ¡nadie me matará!— ¿Cómo describíroslo? Ya ni siquiera sé hablar. Estoy de luto, lloro, tengo miedo. Un poco de frescor, señor, si no te importa, ¡si te parece bien!

»Soy viuda… — Era viuda… — Sí, sí, antes era muy seria, ¡y no nací para acabar en esqueleto!… — Él era casi un niño… Me habían seducido sus misteriosas delicadezas. Ol- vidé todas mis obligaciones humanas para seguirlo. ¡Qué vida! La auténtica vida está ausente. No estamos en el mundo. Voy adonde él va, así ha de ser. Y a menudo se enfada conmigo, conmigo, pobre almita. ¡El demonio! — Es un demonio, sabéis, no es un hombre.

»Dice: “No me gustan las mujeres. Hay que volver a inventar el amor, ya se sabe. Las mujeres ya no alcanzan a desear más que una situación asegurada. Una vez ganada esta situación, el corazón y la belleza se dejan de lado; no queda sino frío desdén, alimento del matrimonio, hoy en día. O bien veo mujeres con las señales de la dicha; de ellas habría podido hacer buenas amigas, si no las hubiera devorado antes algún bruto con sensibilidad de hoguera…”

»Y yo lo oigo cómo hace de la infamia gloria, de la crueldad encanto. “Soy de raza lejana: mis antepasados eran escandinavos: se perforaban las costillas, se bebían su propia sangre. — Yo me haré cortaduras por todo el cuerpo, me tatuaré, quedaré más repugnante que un mongol; ya verás, aullaré por las calles. Quiero enloquecer de rabia, por completo. Nunca me enseñes joyas, o me arrastraré y me revolcaré por las alfombras. Mi riqueza la quiero manchada de sangre, por todas partes. Jamás trabajaré…” Muchas noches, habiéndome poseído su demonio, ambos rodábamos por el suelo, ¡yo luchaba con él! — Por las noches suele apostarse, borracho, en las calles o en las casas, para asustarme mortalmente. — “Me cortarán de veras el cuello; será asqueroso.” ¡Oh! ¡Esos días en que gusta de andar con un aire de crimen!

»A veces habla, en una especie de jerga enternecida, de la muerte que obliga a arrepentirse, de los desdichados que ciertamente hay, de los trabajos fatigosos, de las separaciones que desgarran el corazón. En los tugurios donde nos emborrachábamos, lloraba al considerar a quienes nos rodeaban, rebaño de la miseria. Levantaba del suelo a los borrachos, en las calles negras. Sentía por los niños la compasión de una mala madre. — Se marchaba con ternuras de niña de catequesis. — Fingía estar al corriente de todo: comercio, arte, medicina. — Yo lo seguía, ¡así ha de ser!

»Veía todo el decorado de que, en espíritu, se rodeaba: vestiduras, paños, muebles; yo le prestaba armas, otro rostro. Veía todo aquello que lo emocionaba, tal como él habría querido crearlo para sí. Cuando me parecía tener el espíritu inerte, lo seguía, yo, en actos extraños y complicados, lejos, buenos o malos; estaba segura de que jamás penetraría en su mundo. Junto a su amado cuerpo dormido, cuántas horas nocturnas he velado, preguntándome por qué desearía tanto evadirse de la realidad. Nunca hombre alguno formuló un voto semejante. Yo admitía, —sin temer por él, — que podía suponer un serio peligro dentro de la sociedad. — ¿Tiene tal vez secretos para cambiar la vida? No, tan sólo está buscándolos, me replicaba yo. Por último, su caridad está embrujada, y yo soy su prisionera. Ninguna otra alma tendría fuerza bastante — ¡fuerza de la desesperación! — para soportarla — para ser protegida y amada por él. Por otra parte, no me lo figuraba con otra alma: se ve el Ángel propio, nunca el Ángel ajeno, — me parece. Estaba yo en su alma como en un palacio que han vaciado para no ver a alguien tan poco noble como tú: eso es todo. ¡Ay! Dependía en mucho de él. Pero ¿qué quería de mi existencia apagada y cobarde? ¡No me hacía mejor, no haciéndome morir! Tristemente despechada, le dije a veces: “Te comprendo”. Y él se encogía de hombros.

»Así, renovándose sin cesar mi sufrimiento, y hallándome más perdida a mis ojos, — como a todos los ojos que habrían querido mirarme, si no hubiese estado condenada para siempre al olvido de todos, — tenía cada vez más hambre de su bondad. Con sus besos y sus abrazos amigos, era en verdad el cielo, un cielo lóbrego, en el que entraba, en el que me habría gustado que me abandonase, pobre, sorda, muda, ciega. Me iba ya acostumbrando. Veía en nosotros dos niños buenos, con permiso para pasearse por el Paraíso de la tristeza. Nos con- certábamos. Muy conmovidos, trabajábamos juntos. Pero, tras una penetrante caricia, él decía: “¡Qué divertido te parecerá, cuando yo ya no esté, esto por lo que has pasado! Cuando no tengas ya mis brazos bajo el cuello, ni mi corazón para en él descansar, ni esta boca en tus ojos. Pues habré de marcharme, muy lejos, un día. Además, he de ayudar a otros, es mi deber. Aunque no resulte muy deleitable…, alma querida…” De inmediato me representaba a mí misma, habiéndose marchado él, presa del vértigo, precipitada en la más espantable de las sombras: en la muerte. Le hacía prometer que no me abandonaría. Veinte veces la hizo, tal promesa de amante. Era tan frívolo como yo al decirle: “Te comprendo.”

»¡Ah! Nunca he sentido celos por su causa. No va a abandonarme, me parece. ¿Qué sería de él? No tiene conocimiento alguno, nunca trabajará. Quiere vivir sonámbulo. Su bondad y su caridad, por sí solas, ¿le darán derechos en el mundo real? A ratos, olvido la piedad en que he caído: él me hará fuerte, viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos en las calles empedradas de ciudades desconocidas, sin cuidados, sin sufrimientos. O me despertaré, y las leyes y las costumbres habrán cambiado —gracias a su poder mágico, — el mundo, siendo el mismo, me dejará con mis deseos, mis alegrías, mis despreocupaciones. ¡Oh! La vida aventurera existente en los libros infantiles, en recompensa, porque he sufrido tanto, ¿me la regalarás tú? No puede. Ignoro su ideal. Me ha dicho que tiene pesares, esperanzas: cosas que al parecer no me conciernen. ¿Es a Dios a quien habla? Tal vez debería yo dirigirme a Dios. Estoy en lo más profundo del abismo, y ya no sé rezar.

»“¿Ves a ese joven elegante que entra en la mansión bella y tranquila? Se llama Duval, Dufour, Armand, Maurice, qué sé yo. Una mujer se ofrendó a la tarea de amar a ese perverso idiota: está muerta, es sin duda una santa del cielo, ahora. Tú me harás morir como él hizo morir a esa mujer. Tal es nuestro destino, el de nosotros, los corazones caritativos…” ¡Ay! Había días en que todos los hombres, al actuar, le parecían juguete de delirios grotescos: reía espantosamente, largo rato. — Luego volvía a sus maneras de madre joven, de hermana amada. Si fuera menos salvaje, ¡estaríamos salvados! Mas también su dulzura es mortal. Le estoy sometida. — ¡Ah! ¡Soy necia!

»Un día tal vez desaparezca maravillosamente; pero tengo que saberlo, si ha de subir a un cielo, ¡quiero ver con mis ojos la asunción de mi amiguito!»

¡Qué pareja


jueves, 28 de junio de 2012

Norberto Gozalo en la Biblioteca Illia


El Secretario General del Sindicato Argentino de Actores en el marco del ciclo Café Cultura Nación

"Relato con un fondo de agua", Julio Cortázar







A Tony, que también se llamó Lucien 

No, basta ya de nombrar a Lucien; basta ya de repetir su nombre hasta la náusea. Tú no pareces darte cuenta de que hay frases, de que hay recuerdos para mí insoportables; de que todas las fibras se rebelan si esas cosas son dichas. Deja de nombrar a Lucien. Pon un disco o cámbiale el agua a los peces. Dentro de un rato vendrá Lola y podrás bailar con ella; ya sé que eres mundano, que me desprecias un poco por mi aislamiento y mi misoginia. ¿Pero por qué nombraste a Lucien? 

¿Era necesario que dijeses: Lucien? Ya ni siquiera sé si hablo contigo; me parece que estoy solo en la biblioteca, sobre el río, sin nadie cerca. ¿Permaneces ahí, Mauricio? ¿Fuiste tú quien mencionó a Lucien? No me contestes, ahora; ¡qué ganaríamos con eso! Lo dijiste o no lo dijiste, lo mismo da. Yo soy un profesor de vacaciones que pasa sus vacaciones en su casa lacustre, mirando el río y recibiendo amigos, a veces, o perdiéndose en un tiempo sin fronteras, sin calendarios ni mujeres ni perros. Un tiempo mío, no compartido ya con nadie desde que terminaron esas clases… ¿cuándo, tú recuerdas? 

Dame un cigarrillo. ¿Estás ahí? ¡Mauricio! Dame un cigarrillo. 

Pronto vendrá Lola; le dije que te encontraría aquí. Busca los discos si te aburres; ah, estás leyendo. ¿Qué lees? No, no lo digas; me es igual. Si tienes sueño, ya te dije que la mecedora quedó en la veranda; llama, el negrito te la traerá. Prescinde de mí, yo estoy dormido y ausente; ya me conoces. ¿Para qué darte explicaciones? Los médicos, y la escuela, y el reposo… cosas sin consistencia. Pero tú eres Mauricio, al menos; tienes un nombre, se te puede ver, oír. ¿Por qué me miras así? No, viejo, Gabriel no está loco, Gabriel divaga; lo aprendí en los sueños y en la infancia; claro que falta el intérprete que teja los hilos de esta carrera incoherente… Tú no eres ese intérprete; apenas un músico. Un músico cuya última balada me ha parecido deplorable. Ya sé, ya sé, no expliques nada; en música nada tiene explicación. No me gusta, y puede ser que la próxima me encante… ¡No me mires así! ¡Es tuya la culpa de que esté hablando en esta forma! ¡Quiero olvidar, confundirme…! ¿Por qué hiciste eso, por qué trajiste de su fondo de tiempo el nombre de Lucien? ¿No ves que lo olvido una o dos horas al día? Es el antídoto, lo que me permite resistir. No te asombres, Mauricio; es claro, tú qué sabes de aquello, estabas lejos… ¿Dónde? Ah, en Jujuy, en las quebradas… por allá. Estabas lejos, lejos. Estabas más allá y esto es un círculo; no puedes entrar. No, Mauricio, no puedes entrar si yo no pronuncio el conjuro… 

¡Pero por qué hiciste eso, imbécil…! Ven, siéntate aquí; tira ese libro por la ventana… No, por la ventana no; caería al río. Nada debe caer al río, ahora, y menos un libro. Déjalo allí… sí, te lo voy a contar todo y después harás lo que te parezca. Yo estoy harto, harto; estoy muerto, ¿entiendes? No, no entiendes, pero escucha, ahora, escucha todo esto y no me interrumpas como no sea para pegarme un tiro o ahogarme… 

Ese vaso de agua… Así empezó el sueño. ¿No sueñas, tú? Se dicen tantas tonterías sobre los sueños… Yo no creo más que en las inferencias sexuales, y aun así… Mauricio, Mauricio, cuando éramos niños nos hablaban de los sueños proféticos… Y después, aquella tarde a la salida del Normal, cuando tú y yo estuvimos leyendo el libro de Dunne y nos acordábamos del tonto de Maeterlinck con su relato de la alfombra quemada, y la profecía, y qué sé yo qué carajo más… Bah, humo y pavadas… No me mires; Lucien me miraba del mismo modo cuando yo decía una palabra gruesa; siempre creyeron que me quedaba mal, puede que sea cierto. El sueño era idiota pero muy claro, Mauricio, muy claro hasta cierto pasaje. Ahí se terminaba la secuencia y seguía… nada, niebla. Lo llamé a Lucien y le dije: “Anoche tuve un sueño”. Siempre nos contábamos los sueños, ¿sabías eso? Es que tú no tienes sueños, me lo has dicho una vez; entonces no vas a entender lo que pasó, te va a parecer sin sentido o que estoy loco o que me río de ti… Yo estaba muy cansado y me dormí allá afuera en la veranda, mirando hacia el río; había luna, no te lo digo para impresionarte; ya sé que la luna es macabra cuando uno piensa un rato en ella; pero esta luna del delta tiene color tierra a veces, y esa noche, como se lo dije después a Lucien, la tierra venía mezclada con arena y con cristales rojos. Me quedé dormido, muy cansado, y entonces empezó el sueño sin que nada cambiara… porque seguí viendo el mismo panorama que puedes ir a descubrir en la veranda, desde la mecedora. El río, y los sauces a la izquierda como una decoración de Derain, y una música de perros y duraznos que caen y grillos idiotas y qué sé yo qué chapoteo raro, como manos que quisieran prenderse al barro de la orilla y se van resbalando, resbalando, y golpean con las palmas enloquecidas, y el río las chupa hacia atrás como una ventosa horrible, y uno adivina las caras de los ahogados… Pero ¿por qué, por qué dijiste el nombre de Lucien…? 

No te vayas… no pienso hacerte mal; ¿crees que no te conozco? Vamos, músico amigo, quédate acá y calla; no, no quiero agua ni bromuro ni morfina… ¿Oyes afuera?… Ya llega la noche y empieza el chapoteo… primero despacio, muy despacio… tentativas de las manos que llegan hasta la orilla y clavan las uñas en el barro… Pero después se hará más fuerte, más fuerte, más fuerte; es lo que le digo todas las noches al médico pero hay que ser médico para no entender las cosas más simples. Ah, Mauricio, en verdad era el mismo paisaje; ¿cómo saber que estaba soñando? Entonces me levanté y anduve por el río, flotando sobre él pero no en el agua, entiendes; como en los sueños: flotando con las piernas un poco encogidas, en una tensión maravillosa… por sobre las aguas, hasta cruzar estas primeras islas, seguir, seguir… más allá del muelle podrido, más allá de los naranjales, más, más… Y entonces yo estaba en la orilla, caminando normalmente; y no se oía nada; era un silencio como de armario por dentro, un silencio aplastado y sucio. Y yo seguía caminando, Mauricio, y yo seguía caminando hasta llegar a un punto y quedarme muy quieto a la orilla del agua, mirando… 

Así le conté mi sueño a Lucien, sabes; se lo conté con todos los detalles hasta ahí, porque desde ahí empieza a oscurecerse; viene la niebla, la angustia de no comprender… ¡Y tú que no sueñas! ¿Cómo explicarte las cosas?… Con un piano, quizá; así imaginaba un amigo mío que se podían explicar las cosas a los ciegos. Escribió un cuento y en ese cuento había un ciego y el ciego tenía un amigo y el ciego era yo y pasaban cosas… Aquí no hay piano; tienes que escucharme y comprender aunque nunca hayas soñado. Tienes que comprender. Lucien lo entendió muy bien cuando le narré el sueño; y eso que en aquellos días estábamos muy distanciados, andando caminos distintos, y él creía que pensaba de una manera y yo creía que él debía pensar de otra, y él afirmaba que yo me equivocaba en todas mis acciones, que insistía en perpetuar estados caducos y que de nada servía oponerse al tiempo, en lo que tenía mucha razón lógicamente hablando. Pero tú sabes, Mauricio, tú sabes que la lógica… 

Entonces yo estaba parado junto al río, mirando las aguas. Después de todo mi vuelo y mi caminar estaba ahora inmóvil como esperando algo. Y el silencio seguía y no se escuchaba el chapoteo; no, no se lo escuchaba. Las cosas eran visibles en todos sus detalles y por eso pude después describirle a Lucien cada árbol, cada recodo del río, cada entrecruzamiento de troncos. Yo estaba en una pequeña lengua pantanosa que entraba en el río; detrás había árboles, árboles y noche. Tú sabes que mi sueño era de noche; pero ahí no había luna y sin embargo se destacaba el paisaje con una nitidez petrificada, como un paisaje dentro de una bola de vidrio, entiendes; como una vitrina de museo, nítida, precisa, rotulada. Árboles que se perdían en una curva del agua; cielo negro pero de un negro distinto al de los árboles; y el agua, el agua con su discurso silencioso, y yo en la lengua de tierra mirando el centro del río y esperando algo… 

“Recuerdas el escenario con mucha claridad”, me dijo Lucien cuando le describí el lugar. Mas a partir de ese punto empezaba la niebla en el sueño y la cosas se tornaban esquivas, sinuosas como en las pesadillas; el agua era la misma, pero de pronto resonó y fue el chapoteo, el constante chapoteo de las manos buscando tomarse inútilmente de los juncos, rechazadas hacia el lecho del río por la succión de la inmunda boca golosa… Siempre igual, clap, clap, clap, y yo ahí esperando, clap, clap, hasta el horror de que no ocurriera nada y que sin embargo hubiese que seguir así esperando… Porque yo tenía miedo, comprendes Mauricio, dormido como estaba yo tenía miedo a lo que iba a ocurrir… Y cuando vi llegar traído por las aguas el cuerpo del ahogado, fue como un contento de que al fin sucediera algo; una justificación de ese siglo de inmóvil misterio. No sé si te cuento bien las cosas; Lucien estaba un poco pálido cuando yo le dije lo del ahogado; es que nunca controló sus nervios como tú. Tú no deberías ser músico, Mauricio; en ti se ha perdido un gran ingeniero, o un asesino… Bah, para qué vas a contestarme si desvarío… ¿Estás pálido tú también? No, es el anochecer, es la luna que crece y se desprende de los sauces y te golpea la cara; tú no estás pálido, ¿verdad? Lucien sí, cuando le dije lo del ahogado; pero ya no pude contarle mucho más porque ahí se acaba el sueño; no sé si te desilusiona pero en ese punto se termina todo… Yo lo veía pasar, flotando dulcemente boca arriba… y no podía verle la cara. Estaba seguro de conocerlo pero no podía verle la cara. La angustia nacía allí: de saber que ese ahogado me pertenecía en cierto modo, que lazos misteriosamente sensibles se tendían de mí hacia él, y no poder verle la cara… Pero eso no es nada, Mauricio; hay una cosa mucho más horrible… No, no te levantes; quédate aquí, tienes que oír todo. ¿Por qué dijiste el nombre de Lucien? Ahora tienes que oír todo. Hasta esto, que es lo más desesperante; en un cierto momento, cuando el ahogado pasó junto a mí, tan cerca que si él hubiera podido estirar un brazo me habría aferrado por el tobillo… entonces, en ese momento le vi la cara; la luz de mi sueño le daba de lleno y yo le vi la cara y conocí quién era. ¿Entiendes esto? Supe de quién era esa cara y jamás hubiera imaginado que la olvidaría al despertar… Porque cuando me desperté el sueño se interrumpía en ese instante y no fui capaz ya de recordar quién era el muerto. Mauricio, yo sabía quién era pero no lo recordaba; toda mi clarividencia se tornaba ignorancia en la vigilia. Se lo dije a Lucien, estremecido de cólera y de angustia: “No sé quién era y lo más horrible es que le vi la cara, le detallé las facciones y recuerdo, eso sí lo recuerdo, que tuve como un gran grito en las manos, en el pelo, como una revelación espantosa que me galvanizaba…” 

¿Oyes el chapoteo? Así era la tarde en que le conté mi sueño a Lucien y él se marchó muy pálido, porque se impresionaba fácilmente con mis cuentos. Tú no vibras como él; me acuerdo de una noche, en un banco de madera allá por el oeste de la ciudad, cuando le conté a Lucien un relato atroz que acababa de leer; quizá tú lo conozcas, aquel de la mano del mono… Me dio pena ver que entraba demasiado en el cuento, en el clima de opresión y pesadilla… Pero tenía que contarle mi sueño, Mauricio; lo estaba viviendo demasiado como para que él fuese ajeno a ese suceder. Cuando se fue me sentí más aliviado; pero la revelación no vino y seguí todo ese verano, justamente cuando tú salías para el norte, sin lograr el instante de conocimiento, el recuerdo que me permitiera extraer, de lo más hondo, el final de aquella pesadilla. 

No enciendas la luz, me es más fácil hablar así sin que me vean la boca. Ya sabes que no resisto mucho tiempo una mirada, ni siquiera la tuya; así es mejor. Dame un cigarrillo, Mauricio: fuma tú también pero quédate; tienes que oír esto hasta el final. Después harás lo que quieras; hay un revólver en mi escritorio y teléfono en el living. Pero ahora, quédate. Estuviste lejos de nosotros todo ese verano; yo pensé muchas veces en ti cada vez que evocaba nuestros años de estudiantes; su fin, esta vida de hoy, esta independencia tanto tiempo deseada y que se traduce en amargo sabor de soledad… Sí, pensé en ti pero más pensaba en el sueño; y nunca, entiendes, nunca en todas esas noches de insomnio pude llegar más allá… Arribaba con nitidez al momento en que aquello aparecía flotando y se escuchaba nuevamente el chapoteo como manos de ahogados que quisieran salir del río… Allí cesaba todo; todo. ¡Si por lo menos hubiera recordado que sabía! Debe haber sueños piadosos, amigo; sueños que afortunadamente se olvidan al despertar; pero aquello era una obsesión torturante, como el cangrejo vivo en el estómago del pez, vengándose de dentro afuera… Y yo no estaba loco, Mauricio, como no lo estoy ahora; déjate de pensar eso porque te equivocas. Ocurre que aquel sueño se me antojaba real, distinto a los sueños de siempre; había profecía, anuncio… algo así, Mauricio; había amenaza y prevención… Y horror, un horror blanco, viscoso, un horror sagrado… Lucien debía comprenderlo muy bien ya que no volvió a mencionar mi sueño y yo prefería callar, porque en aquellos días en que tú te fuiste estábamos los dos al borde de una separación definitiva. Cansados mutuamente de inútiles concesiones, de perpetuar afectos que en él habían muerto y que yo debía matar a mi vez… ¿No sospechabas tú una cosa así? Ah, es que Lucien no te lo hubiera dicho; tampoco yo. Nuestro mundo era otra cosa. Nuestro, sabes; imposible cederlo a otros aunque sólo fuese para explicar. Y llegábamos al fin de ese mundo y era necesario abolir sus puertas, seguir caminos divergentes… Yo no creía que existiera odio entre nosotros; oh, no, Mauricio, tú sabes que yo jamás habría podido creer eso, y cuando Lucien venía a casa íbamos a pasear como antes, corteses y amables, cuidando de no herir pero sin ahondar en lo que estaba muerto… Caminábamos sobre hojas secas; pesados colchones de hojas secas a la orilla del río… Y el silencio era casi dulce; y parecía de improviso como si todavía se pudiera pensar en quererse de nuevo, en retornar a la amistad de otros días… Pero todo nos apartaba ahora; el vernos, el hablar, rutinas que nos enervaban vanamente. 

Entonces, él me dijo: “Es una bella noche; caminemos”. Y, como podríamos hacerlo nosotros ahora, Mauricio, salimos del bungalow y bordeamos la caleta hasta encontrar la orilla preferida. No decíamos nada, comprendes, porque nada teníamos ya que decirnos, pero toda vez que yo miraba a Lucien me parecía que estaba pálido y como preparándose a definir una situación imprecisa que lo atormentaba. Andábamos, andábamos, y no sé cuánto tiempo seguimos así entrando en zonas que yo no conocía, lejos de esta casa, más allá del radio habitado, en la parte donde el río empieza a quejarse y a flexionar su cintura como una víbora quemándose; andábamos, andábamos. Sólo se oían nuestros pasos, blandos en las hojas secas, y el chapoteo en la orilla. Nunca podré olvidar esas horas, Mauricio, porque era como ir hacia un sitio indeterminado pero sabiendo que es necesario llegar… ¿para qué? Lo ignoraba, y cada vez que volvía la cara hacia Lucien encendía en sus ojos un brillo frío, ausente, como de luna. No hablábamos; pero todo hablaba desde fuera, todo parecía impulsarnos a avanzar, avanzar; y yo no podía olvidarme del sueño, ahora que esa ruta en la noche empezaba a parecerse tanto a aquel sueño de tiempos pasados… Cierto que no volaba sobre el río con las piernas encogidas; cierto que ahora Lucien estaba conmigo; pero de una manera inexplicable esa noche era la noche del sueño y por eso, cuando después de un recodo de la orilla me encontré súbitamente en el mismo escenario donde había soñado la horrible escena, apenas me sorprendí. Fue más bien como un reconocimiento, entiendes; como llegar a un sitio donde jamás se ha estado pero que se conoce por fotografías o por conversaciones. Me acerqué al borde del agua y vi la lengua de tierra pantanosa que permitía entrar ligeramente en el río. Vi la luz nocturna, marcando tímidamente el decorado de los árboles, oí con más fuerza el chapoteo en la orilla. Y Lucien estaba a mi lado, Mauricio, y él también, como si se hubiera acordado de pronto de mi descripción, parecía recordar… 

Espera, espera… No quiero quo te vayas, tengo que decirte todo. ¿No oyes los ruidos, afuera? Es que algo busca entrar en el bungalow desde que cae la noche; y esta noche no podría resistirlo, Mauricio, no podría. Quédate ahí; ya vendrá Lola y entonces decidirás lo que quieras. Deja que te diga el resto, el momento en que me incliné sobre el río y después miré a Lucien como diciéndole: “Ahora va a llegar”. Y cuando miré a Lucien, pensando en el sueño, tuve la impresión… ¿cómo explicártelo?… tuve la sensación de que él también estaba dentro del sueño, dentro de mi pensamiento, formando parte de una atroz realidad fuera de los cuadros normales de la vida; me pareció que el sueño iba a recomenzar allí… No, no era eso; me pareció como si el sueño hubiera sido la profecía, la presciencia de algo que iba a ocurrir allí, justamente en ese sitio donde yo no había estado jamás en la vigilia; en ese sitio que encontrábamos después de una marcha sin sentido pero oscuramente necesaria. 

Le dije a Lucien: “¿Te acuerdas de mi sueño?”. Y él me contestó: “Sí, y éste es el lugar, ¿no es cierto?”. Yo noté que sonaba ronca su voz; dije: “¿Cómo sabes que éste es el sitio?”. Él vaciló, estuvo un momento callado y después confesó lentamente: “Porque yo he pensado en un sitio así; yo he necesitado un sitio así. Tú has soñado un sueño ajeno…”. Y cuando me dijo eso, Mauricio, cuando me dijo eso yo tuve como una gran luz en el cerebro, como un estallido deslumbrador y me pareció que iba a recordar el final del sueño. Cerré los ojos y dije para mí: “Voy a recordar… voy a recordar…”. Y todo fue un instante, y recordé. Vi al ahogado, delante mío, casi tocándome los tobillos, a la deriva, y le vi la cara. Y la cara del ahogado era la mía, Mauricio, la cara del ahogado era la mía… 

Quédate, por Dios… ya termino. Recuerdo que abrí los ojos y miré a Lucien. Estaba ahí a dos pasos, con los ojos hundidos en los míos. Repitió lentamente: “Yo he necesitado un sitio así. Tú has soñado un sueño ajeno, Gabriel… Tú has soñado mi propio pensamiento”. Y no dijo nada más, Mauricio, pero ya no hacía falta, tú comprendes; ya no hacía falta que él dijese una sola palabra más. 

¿Oyes el chapoteo afuera…? Son las manos que quieren aferrarse a los juncos, toda la noche, toda la noche… Empieza al caer la tarde y sigue toda la noche… Oye, allí… ¿oyes un chapoteo más fuerte, más imperioso? Yo sé que entre todas las manos de ahogados que quieren salvarse del río hay unas manos, Mauricio… unas manos que a veces logran aferrarse al barro… alcanzar las maderas de la caleta… y entonces el ahogado sale del agua… ¿No lo oyes? Sale del agua; te digo, y viene… viene aquí, pisoteando los frascos de bromuro, el veronal, la morfina… Viene aquí, Mauricio, y yo tengo que correr hacia él y destruir otra vez el sueño, entiendes… Destruir el sueño, arrojándolo otra vez al río para verlo flotar, para verlo pasar junto a mí con una cara que ya no es la mía, que ya no es la del sueño… Yo he vencido al sueño, Mauricio, yo he roto la profecía; pero él vuelve todas las noches y alguna vez me llevará con él… No te vayas, Mauricio… Me llevará con él, te digo, y seremos dos, y el sueño habrá cumplido sus imágenes… Allá afuera, Mauricio, oye el chapoteo, oye… Vete ahora, si quieres; déjalo que salga del agua, déjalo entrar. Puedes hacer lo que quieras, es lo mismo. Yo vencí al sueño, yo di vuelta el destino, comprendes; pero de nada vale todo eso porque el río me espera y dentro del río están esas manos y esa cara, injustamente rendidas a su boca sedienta. Y yo tendré que ir, Mauricio, y la lengua de tierra me verá pasar alguna noche, boca arriba, magnífico de luna, y el sueño estará completo, completo… El sueño estará completo, Mauricio, el sueño estará al fin completo. 


"Dime que sí", Rafael Alberti



Dime que sí,
compañera,
marinera,
dime que sí.

Dime que he de ver la mar,
que en la mar he de quererte.
Compañera,
dime que sí.

Dime que he de ver el viento,
que en el viento he de quererte.
Marinera, 
dime que sí.

Dime que sí,
compañera,
dime, 
dime que sí.