lunes, 30 de julio de 2012

Héctor Tizón, "Para un cuento de Borges"



El hecho es, como todos recordamos, Dahlmann, luego de abordar el tren, recién salido de su convalecencia, intenta leer. Durante el viaje sintió que tal vez, con el tiempo, podría recuperar las esperanzas, a pesar de todo. “Mañana me levantaré en la estancia”, pensaba. Al cabo de los tediosos, deprimentes días en el hospital, pensó en Dorotea, que no dejó de pasar una tarde sin ir a verlo, desde un principio, cuando sólo podía sospecharla como un rostro incierto, difuminado por las brumas de la fiebre, sin oír su voz, a pesar de que ella, seguramente por el movimiento casi imperceptible de sus labios, como ocurre en los sueños, decía algo.
De todos los seres humanos sólo reconocemos la existencia de aquellos que amamos. Se habían conocido de niños, luego se distanciaron, y ahora su grave enfermedad los había reconciliado ¿Pero ella, de verdad, era la misma? Intimamente sabía que cuando uno pierde en una cosa, nunca, jamás, encuentra la misma cosa perdida. El vasto campo que entonces veía por la ventanilla era una llanura ininterrumpida. Mientras el tren se desplazaba, afuera todo se veía desaforado e íntimo, sin casas, sin sembradíos ni arboledas; sólo vio un toro a lo lejos. La soledad era perfecta, agresiva. El primer amor es lo único y verdadero, lo demás son repeticiones. Sólo nos enamoramos una vez, todos los otros son reflejos de esa primera, y ya no duelen ni significan tanto cuando llegan a marchitarse.
A pesar del tiempo transcurrido, y a pesar de haberla visto inerte y de una blancura desoladamente triste y dolorosamente en su ataúd cuando él apenas podía sostenerse de pie, aún no lo creía, y tampoco alcanzaba a comprender cómo podemos mantenernos impávidos, fríos y silentes ante el azar. ¿Cómo era posible? El señalado para una muerte segura por septicemia, confinado en aquel hospital, sin duda había sido él, pero el destino, que sí parece jugar a los dados, hizo que ella muriera, inexplicablemente atropellada en la calle al salir de la que debió haber sido la última de sus visitas.
En tal ensoñación estaba Dahlmann cuando el inspector de los boletos le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, anterior y remota. Advertencia que a él en ese momento le pareció impertinente. O sin importancia.
Cuando el tren se detuvo notó que estaba en medio de la pampa baldía, y que la estación era apenas un pequeño galpón, y allí alguien le indicó que tal vez en el único almacén cercano podrían ayudarlo a llegar a la estancia.
Dahlmann caminó dspacio hacia el lugar indicado. “Ya se había hundido el sol, cuenta Borges, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche.”
A poco andar –desde la pobre estación hasta el almacén mediarían no más de una docena de cuadras–, el leve viento trajo los acordes de un tango; seguramente en el boliche habría una victrola. Dahlmann, que era un lector omnívoro, cuya curiosidad semiótica iba desde Las Mil y Una Noches hasta El alma que canta, creyó reconocer la letra y los acordes de un tango de Troilo, aunque no pudo recordar el nombre; también, con grave felicidad, dice Borges, aspiraba el olor del trébol, en pleno campo.
De la letra del tango apenas si descifró unas palabras:
…y allí el silencio que mastica un pucho
dejando siempre la mirada a cuenta…
Le intensidad y la dirección del aire desleía o aclaraba la canción, hasta que estuvo más cerca y pudo notar que las paredes del almacén eran de color punzó maltratado por el tiempo, y que atados al palenque había unos caballos pacientes y ensillados.
Dahlmann habló brevemente con el patrón, que pareció asentir, y se acomodó en una mesa junto la ventana. El tango terminaba así:
Dicen que dicen que una noche zurda
con el cuchillo deshojó la espera…
Dahlmann pidió unas sardinas, un trozo de carne asada y un vidrio de vino tinto, mientras el tango aquel terminaba:
Y entonces solo, como flor de orilla,
largó el cansancio y se marchó por ella…
En el almacén, mortecinamente iluminado por un farol de querosén que colgaba de un travesaño, había algunos parroquianos más, tres o cuatro, sentados en una mesa.
El tango volvió a sonar porque uno de ellos lo puso en la victrola nuevamente, y la protesta de alguien se dejó oír:
–¡Che, otra vez!
–Sí, y qué –contestó otro, el que había puesto una vez más el disco. Tenía el sombrero calado casi hasta las orejas, era de rasgos achinados y torpes, de mediana estatura, erguido, y llevaba bien sus cincuenta años; su pago –Dahlmann después lo supo– había sido el bañado de Flores; con su cuchillo debajo del saco debía varias muertes, pero la más sentida, y seguramente la que le había creado un rencor consigo mismo y contra todos, fue la de aquel italiano, grandote y bonachón, dueño del almacén La Madrugada, a quien achuró a mansalva porque no le había traído la copa de ginebra, o tal vez porque sí nomás, porque andaba cabrero con la vida.
La música del tango había comenzado de nuevo cuando Dahlmann –cuenta Borges– sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre el mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Dahlmann hizo como si no se diera cuenta y trató de continuar con la lectura de Las Mil y Una Noches, “como para tapar la realidad”, explica Borges. Pero otra bolita hizo blanco en su cara. Ya no podía disimular la provocación ni quitarle importancia, y a pesar de los ruegos del patrón, se encaró con los peones exigiendo una explicación. El malevo del sombrero puesto y la cara achinada copó la parada y, sin más, lo injurió a los gritos. Borges cuenta que el matón jugaba a exagerar borracheras, y entre burlas y palabrotas sacó el cuchillo y retó a Dahlmann a pelear. El patrón, afligido, alcanzó a alegar que Dahlmann estaba desarmado, pero de inmediato un gaucho le alcanzó una daga desnuda, que fue a caer a los pies de Dahlmann; éste, al recogerla, sintió lo irremediable del gesto –su experiencia en estos duelos no pasaba de la vaga noción “de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro”– y, sintió también que se hacía cómplice de su propia muerte, no por lo que tuviera de dolorosa, sino de irreparable y definitivo.
“–Vamos saliendo –dijo el otro”, como jactándose en el convite. Se llamaba Henríquez, luego lo supo, patronímico que de por sí era una inconsciente bofetada. Algo le latía en la sangre, algo que lo exaltaba más que el vino y que lo había hecho ponerse de pie para la provocación. “Pituco del c…”, alcanzó a decir echando mano al cuchillo, ese que revoleó y abarajó en el aire ante los ojos de Dahlmann, tristes y súbitamente descreídos ya de cualquier actitud convencional que los salvara a todos del absurdo.
“No hay más caso”, pensó Dahlmann. Comprendió que no era posible vivir sin matar. Y en ese instante su coraje se evidenció como una llamarada. En ese momento intuyó que él, como todos, debía cumplir un deber asignado de antemano. Por esa razón ninguno de los dos escuchó al patrón cuando éste arguyó que Dahlmann estaba desarmado. Cada cual debía cumplir su papel. Asumir su parte. Fue en ese instante que escuchó el ruido seco del cuchillo que un comedido había tirado a sus pies. Dahlmann, con mano torpe, recogió la daga, empuñándola.
Este fue el primer acto.
¿Henríquez, después de tanto tiempo, lo había reconocido como a uno de los otros? (Dahlmann se inclinaba ahora para recoger el puñal que le habían alcanzado.) De aquellos otros cuyo estigma le escocía la sangre, de aquellos parientes del Enrique que en una noche no memorable pero remota lo había hecho bastardo en su madre.
Cuando lo vio puñal en mano dudó por un instante, pero enseguida cubrió esa duda con aquel “¡vamos saliendo!”.
Entonces ambos dejaron la luz del interior del boliche que había sido punzó pero que los años mejoraron, para ganar la otra luz, la de afuera y final…
Un perro oscuro y subrepticio se les adelantó al salir, y desapareció quejumbroso en la noche.
A diez pasos del rancho fue el duelo. Dahlmann quedó sorprendido cuando paró el primer golpe del compadrito. Y ni siquiera sintió la sangre en el antebrazo. Henríquez arremetió una segunda vez. Dahlmann lo paró de nuevo y por un instante, trabados, se miraron a los ojos, como en un paso de baile, intensa, entrañablemente. El compadrito tenía la cara bañada en sudor y lo escupió para calentar aquel combate frío, insensible, temeroso y sin odio que se desarrollaba rápidamente igual que un rito ineludible o una sentencia; e inmediatamente, accionando con la izquierda para separarse, describió el golpe con la derecha, pero ya Dahlmann le había entrado al medio, y éste sintió cómo el otro se arqueaba hacia adelante con el impacto de la hoja, que se hundió tibia, una vez más, por encima del cinturón.
Henríquez cayó de rodillas instantes después que el puñal, llevándose ambas manos al estómago, a los pies de Dahlmann, que todavía lo esperaba. En ese momento salió el bolichero con un farol en la mano, e iluminando la cara del compadrito que yacía contra el suelo con los ojos abiertos, se los cerró.
Entonces Dahlmann, intuyendo quizá que se había convertido en el frío e involuntario ejecutor del destino del otro, levantando la mirada, observó el horizonte abierto y tenebroso de la pampa, y comprendió que a partir de ese momento regresaba, él también, quizá para renacer.

II

Cuando el malevo cayó a sus pies, Dahlmann, todavía con el cuchillo en la mano, ni se dio cuenta al principio de que el que cerraba los ojos al muerto le estaba diciendo: “Bueno, hombre, no se aflija tanto, que él se la buscó”, y tampoco vio que los otros parroquianos asentían.
–Váyase tranquilo nomás –ahora oyó claramente al bolichero–. El quería matarlo.
Y Dahlmann pensó que quizá lo había hecho.
–Puede irse a caballo hasta la estancia. Tome uno de los míos, que yo después lo mandaré a buscar –dijo el patrón, condescendiente.
Per él, guardando el puñal con la hoja todavía húmeda en la cintura, prefirió caminar.
Y ya casi amaneciendo, llegó a las casas.

III

Jamás, ni inmediatamente después ni hasta ahora había escuchado comentario alguno de lo que ocurrió en el boliche, y así todo el episodio quedó en vaga, confusa pesadilla, a punto de parecerle que nunca había sucedido.
Pasó el tiempo –nadie podrá saber cuánto–, mientras su vida se consumía inútilmente.
Dahlmann había llegado al estado en que, de lectores omnívoros, nos convertimos en relectores contumaces de aquellos pocos libros a los que guardamos una fidelidad hecha de complicidades, admiración, y de nostalgia por el asombro perdido y reencontrado; un poco de Tucídides y otro de Cicerón, algo de Séneca y de Agustín; de Conrad y del London de Alaska.
Pero no podía olvidar a Dorotea ni en la vigilia ni en el sueño, y su recuerdo le alteraba los días, porque la muerte de un ser amado nos priva a la vez de porvenir y de pasado.
En la casa sólo había una sirvienta vieja y silenciosa, a quien la vida le había enseñado a callar, y que a las cinco de la tarde le alcanzaba la bandeja del té. ¿Cómo es posible que cuando hemos perdido todo lo que amamos sintamos la necesidad de tomar una taza de té?
Había leído que si se suprime la vista, el trato y contacto permanente, se desvanece la pasión amorosa; pero eso le parecía un consuelo pueril.
Llegó el otoño y con él los atardeceres abreviados.
¡Es que acaso debemos llorar sin mesura? Nada vuelve, en el mundo.
Cuando el sol ya pálido se ocultaba, salía a la galería y pasaba largo tiempo apoyado en la balaustrada. Al contemplar las estrellas, ellas nos confirman la insignificancia de nuestro destino, la luna sigue donde está, alumbrando apenas sobre los cementerios desaparecidos. Balbuceó imperceptiblemente la palabra amor. La muerte del otro nos afecta más que la propia. “Nos encontramos con la muerte en el rostro de los demás.”
Esa noche no durmió porque ya estaba decidido y no soportaba más deshojar la espera. Buscó el puñal, que había conservado como un sangriento fetiche cargado de poder, como si debiese cumplir acabadamente con su destino ciego y rencoroso. No había olvidado la última página de Fuego en Casabindo, una oscura novela de provincias, pero no pudo o no supo colocar el cuchillo, asegurándolo. Entonces, agarrándolo con ambas manos, de pie, se lo clavó en las entrañas y fue cayendo pesadamente de rodillas. Y en ese instante acaso alcanzó a ver el rictus de la boca del malevo surcada por el bigote ralo, achinado, la luz amarillenta y tambaleante de un farol y, al final, el estupor en los ojos, la última mirada ya sin brillo ni asombro ni sorpresas, como la pampa, como la suya propia, ahora en que él también dejaba de ver.
Usted lo dijo, Borges, el hombre dura menos que la liviana melodía.

Murió el escritor y abogado Héctor Tizón


El jujeño murió a los 82 años por una afección cardíaca y será recordado como autor de una veintena de novelas, entre ellas Fuego en Casabindo, y Sota de bastos, caballo de espadas. Tizón recibió varios premios nacionales e internacionales por su labor literaria además de haber ejercido como diplomático y luego como juez en la Suprema Corte provincial. El inicio de la última dictadura, en 1976, lo obligó a partir hacia el exilio en España, pero regresó al país en 1982.

jueves, 26 de julio de 2012

Dalmiro Sáenz, "No desearás la mujer de tu prójimo"

 Pero había una tarde ahí afuera del cuarto, con un aire gris acribillado de lluvia que de tanto en tanto parecía infiltrarse a través de sí mismo por los agujeros que las gotas de agua le producían, provocando una brisa liviana e imperceptible como el aleteo de un pájaro sobre la tierra caliente de un verano; y había también una tarde dentro de ese departamento, un poco adelantada a la otra tarde por las cortinas en las ventanas, y no limitada por esos grises sumados sobre los grises de ese cielo, sino encerrada entre los planos del techo del piso y de las paredes blancas de los cuartos.
En la segunda tarde no estaba Catalina, pero había estado hacía unas horas y había levantado la cabeza de la almohada y había dicho:
-A vos te gusta Ana -desde adentro de un abrazo, interrumpiendo un beso arisco y una sonrisa y envolviendo su cuerpo desnudo con la sábana.
-Sí -había dicho Juan.
-¿Te siguen gustando las mujeres igual que antes?
-No. Es distinto, me gustan más pero a través tuyo.
Entonces ella lo miró desde su risa ancha y tirante que le achicaba los ojos como a un gato acurrucado de caricias, mientras los dientes surgían blancos y grandes entre la increíble ternura de los labios, después desenvolvió su cuerpo de la sábana y metió la cabeza debajo de la almohada.
-No voy a salir nunca de acá -dijo.
-No te oigo -mintió él.
-Que no voy a salir nunca más.
Él se llamaba Juan y había metido su cabeza también bajo la almohada, donde empezó a besarle los costados de la cara y después la boca, se besaron como chicos, demorando mucho los besos y mirando la insistencia de las bocas respectivas, hasta que la almohada cayó al suelo porque ellos habían girado sobre sí mismos abrazados, desnudos como animales, apretando esa forma inquietante y repetida como si ambas desnudeces fuesen una sola desnudez, o el intento de una sola desnudez de los cuerpos y también de los espíritus.
La piel de ella y la de él se detuvieron y quedaron quietas una contra la otra, los límites de los cuerpos, los bordes de la gracia, las fronteras de aquellos movimientos que de nuevo comenzaban sin apuro recorriendo su propia avidez, incursionando con la lengua dentro de las bocas, o accionando las manos en la oscura atracción de entre las piernas.
-Tomá -le había dicho Catalina, y había tomado uno de sus pechos y los había acercado a aquella boca, como saciando su hambre, mientras miraba cómo esos labios apretaban y soltaban la erguida rebeldía de su pecho que parecía modelada por su boca, mientras ella con los ojos entornados lo abrazaba y dispersaba sus dedos en el pelo corto de la nuca.
-Te gusta Ana. Ví cómo la mirabas... ¿La mirabas? ¿La miraste en los ojos? ¿No?... ¿Si la tuvieras acá qué le harías?
-¿Qué harías vos?
-Miraría.
-¿Querés que la traiga un día?
-Sí.
-Ahora me decís que sí, pero apenas terminás me vas a decir que no.
-Esta vez no, te prometo que no.
Después se quedaron callados y él retiró su mano de entre los muslos de ella y la dejó a su lado al extremo del brazo sobre la cama.
-No te creo -le dijo.
-Sí, en serio... ¿Por qué seré así? Soy una degenerada -dijo riéndose.
-A mí también me gustaría verte con un hombre.
-¿Con quién?
-Cualquiera, alguien que te guste, Miguel por ejemplo.
-No me gusta Miguel, le coqueteo porque sé que a vos te excita.
Pero esto había sido a la mañana en ese cuarto ahora vacío en donde los sonidos ya no estaban y de los movimientos no quedaban ni las arrugas que los cuerpos habían dibujado sobre las sábanas, ahora tirantes con sus pliegues borrados por la blanca energía de las esquinas del colchón, como si el amor hubiese sido hecho en las arenas de una playa, y la marea y el viento hubiesen dispersado sus huellas para siempre. Había un reloj con un tic tac imperceptible o tal vez parado, y hasta la toalla del baño había abandonado parte de la humedad que esa mañana absorbiera de la cara y de las manos.
Cuando el teléfono sonó, nada cambió dentro del cuarto, no hubo pasos apresurados, ni manos extendidas hacia la insistencia del sonido, nadie levantó el tubo ni dijo:
-Hola -ni nadie contestó desde el otro lado de la línea.
-Hola ¿sos vos? -porque era Juan el que llamaba a Catalina, que todavía no había vuelto de su pensativo caminar a través de la tarde en donde la lluvia continuaba sobre el empedrado, y sobre las baldosas, y sobre los techos de los coches, y sobre el diario que protege la cabeza de ese hombre que camina apresurado junto al cordón de la vereda para después cruzar mirando con cautela a ambos lados de la calle, y sobre las cornisas, y sobre un buzón, y sobre la superficie brillante de una lata, y sobre el agua que corre a la alcantarilla y sobre la explosión de las gotas en el paraguas de Catalina, la que mira hacia abajo, hacia el fondo de su microclima, hacia sus mocasines mojados y piensa sensatamente:
-Me tendría que haber puesto los viejos.
-Sí -le va a decir Juan más tarde, a ella que se ha sentado y deja que él le saque primero uno y después el otro y siente sus manos a través de la toalla alrededor de cada uno de sus pies.
-Dejá, yo me seco, me da vergüenza que me veas los pies.
-No.
-No hiciste cosas, ¿no?
-¿Qué cosas?
-Ya sabés qué cosas. ¿No la viste a Ana?
Los dos se rieron y él le contestó:
-No, ya sabés que no.
Entonces ella inclinó la cabeza hacia un costado y él pensó que nunca había visto ni vería una cara así, y por eso extendió su mano para acariciar la piel tan suave de los pómulos.
-Soy una tarada, pero me muero de miedo. Cuando estoy excitada te pido que lo hagas, pero después me da miedo.
-Ya sé, boba, ya sé.
Él la miró con seriedad, y sintió esa emoción que sentía a veces ante esa desvalida actitud de su rebeldía. La había visto luchar contra ella misma más de una vez y la había visto rebelarse también contra su propia lucha, por eso le dijo:
-Te pasa algo a vos.
-No.
-Sí, te pasa algo.
-Estuve pensando.
-¿Qué?
-En eso que hablamos de Ana.
-Hace tiempo que hablamos de esas cosas, pero no antes ni después, sino durante.
-Antes me daba vergüenza pensar esas cosas, pero ahora no. Hoy pensé todo el tiempo, y no entiendo por qué, por qué hablamos de estas cosas, por qué las pensamos.
-Porque nos excita.
-¿Pero por qué nos excita?
Ella sonreía y él miró por un rato las rodillas infantiles que asomaban tras el borde de la pollera, no las besó ni estiró su mano para tocarlas, pero las retuvo en su subconsciente por un tiempo, mientras su mirada volvía a la toalla que envolvía los pies, y sentía las manos de ella sobre su cara.
Se adoraban, se adoraban realmente, casi desde el día en que se conocieron en ese living en donde ella había contestado:
-Sí, soy yo -porque él le había preguntado:
-¿Vos sos vos? -mirándola en los ojos grandes, en donde los dorados viejos y los nuevos se superponían como los tonos de una llanura seca amaneciendo debajo del rocío. Después él le había dicho:
-Te va a costar mantenerte en tu pedestal. Me han contado un montón de cosas tuyas. ¿Sos un montón de cosas, no?
Desde ese día no dejaron de verse, se encontraron en esquinas, en taxímetros, en los bancos de las plazas, en ese departamento en donde un día se dieron cuenta de que ya era tarde para retroceder, que nunca más podrían separarse, que eran sus vidas depositarias de aquello que justificaba la vida. Una vez dijeron:
-Las parejas fracasan porque evolucionan distinto, porque cada uno crece y se transforma por su cuenta hasta que llega un momento en que son dos extraños hartos de verse uno al otro.
Y otra vez también dijeron:
-Los dos no podemos fracasar porque vamos a vivir una verdad total, y vamos a saber con exactitud dónde el otro está situado, y hacia dónde evoluciona, y nos vamos a acoplar a esa evolución.
Ya los pies estaban secos, pero él los mantenía envueltos en la toalla y ella desde la altura del sillón le sonreía, después se inclinó sobre la cabeza de él y sus manos agarraron cada una de sus orejas estirándolas hacia los costados.
-Si fueras así te querría menos.
-Te sería más cómodo.
-¿Qué cosa?
-Sí.
-¿Sí?
Entonces sonó el teléfono y él dejó los pies de ella sobre el suelo y se levantó a atender.
-Hola... sí soy yo... ah, hola cómo te va... Estuvimos hablando de vos hoy... con Catalina... muchas cosas... ¿Dónde estás?... bueno vení.
Cuando cortó, los dos callados se miraron:
-¿Era Ana?
-Sí.
-¿Qué dijo?
-Que estaba a dos cuadras, si podía venir.
-¿Sabía que yo estaba?
-No, creo que no.
Ahora el tiempo latía dentro del cuarto y los pasos de Ana en algún lugar de la calle se reproducían en los pensamientos de Catalina, eran pasos no muy rápidos, sobre una vereda imaginada y en donde los tacos altos y las baldosas producían un sonido que avanzaba junto con las piernas largas y el vestido también imaginado con las franjas en colores subiendo en espiral alrededor del cuerpo.
-Ya debe estar abajo.
Él sonrió y le dijo:
-No hagamos nada, vas a sufrir, te va a dar miedo, vas a tener celos.
-No, no. Me muero si no lo hacemos... Decile que no estoy y yo me quedo escuchando en el otro cuarto.
-¿En serio querés?
-Sí, por favor.
-Mirá que tal vez no pase nada, tal vez no quiera.
-Sí. Va a pasar, le encantás, sabés muy bien que le encantás. Decile que yo no vengo en toda la tarde y hacéle mil cosas... no puedo más...
Se encerró en el otro cuarto con la espalda apoyada contra la puerta. Su vista recorrió los objetos ordenados por sus propias manos en las otras horas de los otros días, los días apacibles en donde las horas se deslizaban sin apuro, generalmente esperando que Juan volviera de algún lado, las horas sin latidos, sin sonidos escrutados del silencio, sin temblor en las piernas, sin su mente en acecho de ese timbre que ahora sonaba despertando la piel sobre su cuerpo.
-¿Por qué lo hago? -pensó-. ¿Qué es lo que me excita? Tengo celos y tengo miedo, pero me muero si no lo hago.
Y después fue la voz:
-Hola.
-Hola.
La debe haber besado en la cara -pensó-; a veces la besa, y a veces le da la mano, pero esta vez la debe haber besado lo más cerca posible de la boca.
-¿Y Catalina? -la oyó decir.
-No está, no viene hasta la noche.
-Le traje el libro.
-¿Tenías que verla para algo especial?
-No, quería devolverle el libro, nomás, como estaba cerca aproveché. ¿Y vos qué hacés acá todo solo?
-No estoy todo solo. Estás vos.
-Yo no cuento, yo soy la mujer de tu prójimo.
-Yo soy mi prójimo.
Catalina oyó la risa y se imaginó los dientes entre los labios. Pensó:
-La debe estar mirando en los ojos, la debe estar mirando en la misma forma que me mira siempre a mí o tal vez no, tal vez ella se ha dado vuelta y se ha puesto a mirar por la ventana para que él le mire la cintura y la cola y las piernas, porque sabe que tiene unas piernas lindísimas, y Juan las debe estar mirando y pensará que son más lindas que las mías. Debe estar quemada, seguro que está quemada, como no tiene nada que hacer se pasará el día al sol.
-Ya no llueve más -oyó que decía-. ¿Dónde dijiste que fue Catalina?
-Salió. No vuelve hasta la noche.
-Es un amor Catalina.
-Sí.
Después hubo silencio y Catalina pensó:
-¿Por qué no hablan, por qué no dicen nada, qué es lo que están haciendo? ¿Qué hubiera hecho yo en su lugar? -y recordó vagamente un episodio intrascendente de su adolescencia, cuando ella espigada sobre sus catorce años había mirado y mirado a un amigo de su padre sin decir palabra, hasta conseguir que la distancia a esa cara se acortara, y el olor a tabaco y a Bay Rhum quedara en su memoria en forma más fuerte que el beso que él había dejado sobre su boca inexperta.
-No puedo aguantar que estén callados -pensó, y el silencio adquirió la forma de un cubo del tamaño del cuarto, duro como un témpano que encerraba para siempre las posiciones de dos cuerpos que tal vez estuviesen abrazados.
-No, no puede ser -se repitió-, todavía no puede ser. -Pero los cuerpos congelados en el bloque del silencio estaban ahí en alguna posición, parados uno frente al otro, o sentados en el borde del sofá, como tantas veces ella había estado sabiendo que las manos se encontraban tan cerca de las manos.
-Tal vez estén frente a la ventana -se dijo Catalina-, mirando hacia afuera, muy juntos uno del otro, él puede estar señalándole algo y tener un codo casi tocándole el pecho.
La mano de Catalina está entre sus piernas bajo la pollera, apretando con fuerza su propio apretar contra sí misma, pero se detiene bruscamente, porque ha sentido el ruido de los vasos.
-¿Con agua o solo?
-Con agua.
-Entonces no están junto a la ventana -piensa-, están en el otro lado del cuarto, y después se van a sentar, él sobre el sofá y ella en el sillón de cuero negro, y va a tener la pollera cortísima, o la va a subir un poco con el codo, porque le encantan sus rodillas y tiene muslos dorados y firmes. -Y Catalina mira sus propios muslos que surgen de la pollera levantada y pasa el dorso de su mano por la piel muy suave de entre las piernas.
-No puedo más -pensó-, no puedo más; si no hacen algo ahora me muero... y ese silencio, seguro que van a poner música y ella va a empezar a seguir el ritmo con la mano o con las piernas, siempre está haciendo cosas con las piernas, tal vez bailen, tal vez Juan ponga la boca junto a su oreja, tal vez se la bese, tal vez ella va a girar la cabeza y se van a besar en la boca... Dios mío, tengo miedo de terminar.
La frente de Catalina sigue apoyada contra la puerta; su mirada abarca un gran sector de la madera opaca, y ella piensa:
-Tengo celos de lo que me imagino que está haciendo, porque cada uno de esos movimientos los he hecho yo antes que ella, y tengo miedo de la parte mía que está en ella, como cuando nos miramos en el espejo y lo vea a Juan desnudo con una mujer desnuda apretada contra él, y no me importa que esa mujer sea yo misma, porque soy y no soy al mismo tiempo, como Ana, que en este momento no es Ana, porque él está pensando en mí mientras la besa, porque él sabe que yo estoy acá respirando agitada como un animal en celo junto a la puerta.
Las piernas de Catalina se apretaron inmovilizando su mano mojada entre los muslos, las ondas surgieron del fondo de algún lado y crecieron en olas sucesivas hacia las paredes inexistentes, que encerraban aquella nada desbordada de sí misma. -No quiero terminar -llegó a decir, mientras los párpados se cerraban sobre los ojos y la boca se abría a la espera del sollozo que la última ola depositó en la costa de su angustia.
El llanto explotó en su cara, superó las cejas y plegó la frente hasta los mismos límites del pelo, se demoró en los pómulos y se hundió en las palmas abiertas de sus manos.
Más tarde oiría la voz de Juan bajo las caricias.
-Ya se fue, tomó un whisky y se fue enseguida, no hicimos nada.
Afuera la tarde seguía subiendo, ya había abandonado la calle y los balcones y las últimas ventanas de los edificios altos y las azoteas con ropa colgada despidiéndose en el viento; adentro Catalina está hincada en el suelo besando sus propios besos en las manos de Juan entre sus manos. Su pulsera avanza por el antebrazo y queda ahí, como una aureola muerta colgada de su muñeca, en el cielo recortado de la ventana los grises abandonan a los grises hasta dejar un último gris en la carne viva del poniente.